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El valor de la confianza.

El pesado lastre de la suspicacia.

El valor de la confianza

Dos personas estrechándose la mano en el pasillo de una oficina.

Conocí en cierta ocasión al CEO de una empresa relacionada con la construcción de centros de datos. Se trataba de un individuo en sus sesenta, quien veinte años atrás había creado una pequeña e improvisada empresa dedicada a la venta de equipos de aire acondicionado. No era un individuo especialmente inteligente, aunque poseía cierta malicia astuta, y lograba ser carismático ante algunos perfiles específicos. Sin duda tenía su audiencia.

Su empresa había crecido de forma tan sorpresiva como desordenada, pasando de apenas tener una asistente, a contar con más de seiscientos empleados, muchos de ellos operando en distintas ciudades del país. Ahora estaba al frente de una organización cuya facturación alcanzaba varios cientos de millones de pesos al año, viviendo una realidad sorpresiva e inesperada por el propio CEO. Tan solo un par de años atrás, había decidido vender la empresa, pues consideraba encontrarse en el momento correcto para retirarse. Con el comprador dispuesto y la operación prácticamente cerrada, optó por desistirse en el último momento y continuar al frente de la empresa por algún tiempo. En realidad, no deseaba vender la compañía por razones de edad, sino debido a la falta de motivación y gusto por el trabajo, consecuencias ambas de la monotonía de los años.

Limitantes reales, percepción imaginaria

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Grupo de personas al interior de una oficina muy iluminada.

El CEO carecía de educación formal así como de la útil perspectiva que brinda el conocer otros puntos de vista, ya sea de personas con experiencias similares o de especialistas profesionales. Había logrado crecer su empresa, en parte por suerte, en parte por ejercer prácticas comerciales cuestionables. Detrás de una máscara de sencillez y humildad, se ocultaba una personalidad soberbia, rodeada de fragilidad e inseguridad. Argumentaba ser el primero en llegar a la oficina bajo un precepto de equidad, pero nunca llegó a tiempo a una reunión en un claro despliegue de autoridad. Era un CEO tan afortunado como imperfecto, insolente y condicionado.

Su principal problema era, sin duda alguna, él mismo. Creía saber más que todos, aunque rara vez resultaba ser cierto. Consideraba a las personas como un mal necesario, pagando sueldos bajos y brindando condiciones laborales poco afortunadas, aunque con frecuencia organizaba convivencias informales en torno a un asador en el patio, con las cuales se aproximaba a sus colaboradores. Pese al giro de su negocio, demeritaba la utilidad de la tecnología, negándose a invertir en herramientas de gestión y control pues a su parecer no justificaban su costo. Consideraba a la administración como el peor de todos los males: no solo le disgustaban las áreas administrativas, sino incluso le molestaba ejecutar las funciones administrativas bajo su responsabilidad como CEO: dedicaba la menor cantidad de tiempo posible a ellas, y con frecuencia su rebeldía ocasionaba retrasos en la operación de la empresa. En vez de ello, usaba la mayor parte de las horas del día en revisar cálculos numéricos de volúmenes de aire y toneladas de refrigeración, o mediando disputas entre personal de campo quienes se presentaban en grupo y se quejaban mutuamente, o confirmando la ubicación de algunos trabajadores con fama de escapistas, esperanzado a finalmente poder recabar evidencia contundente de sus mentiras.

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Grupo de oficinistas trabajando en una mesa común.

Desconfiaba de todos sus colaboradores y había establecido que todo proceso y autorización debía pasar por su escritorio; su desdén hacia la actividad administrativa era tal, que la combinación de las altas restricciones y el poco tiempo prestado a la liberación de sus procesos, lo convertían en el principal cuello de botella. No importaba lo temprano que llegara cada día, los pendientes administrativos no lograban encontrar el espacio suficiente para su atención a lo largo de la jornada, aletargando las actividades de departamentos enteros, tanto administrativos como operativos, derivando con frecuencia en incumplimientos con los clientes. Los momentos más productivos de la empresa eran, sin lugar a dudas, los periodos en los que viajaba.

Boicot o autoboicot

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Jefe con su equipo de trabajo elaborando un plan.

Aunque disfrutaba ser el dueño de una organización y estar a cargo del control de centenas de personas, el CEO detestaba su trabajo porque nunca lo comprendió del todo. No entendió que el ser la más alta autoridad implicaba estar al frente de la más alta responsabilidad. No entendió que su función como CEO era ser el primero en ajustarse y dejar de hacer las tareas que le causaban placer para dedicarse a atender aquellas que eran necesarias. No entendió que si encontraba su trabajo desagradable, la opción correcta era realizar cambios, pero nunca enterrar la cabeza en un agujero, calificar de ineptos a sus colaboradores, o salir huyendo.

Y en efecto, ser un CEO como él no es un trabajo agradable. La microadministración de las personas es uno de los venenos más poderosos para las empresas y sus equipos de trabajo. La ausencia de procesos establecidos y procedimientos que los gobiernen, es una clara oportunidad para el reino del caos. La desconfianza absoluta termina con la productividad, pero aparenta ser más barata que el establecer controles. Y la soberbia hace restar importancia a las personas, descuidándolas y desatendiéndolas.

La fuerza de la costumbre

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Mesa de trabajo en la cual laboran seis personas, vista desde arriba.

El CEO tuvo varias oportunidades para evolucionar. Conforme su empresa crecía, pudo ser capaz de rodearse de personas valiosas, pero tuvo más interés en el saldo de la chequera al corto plazo. Pudo haberse preparado, pero confió más en el green fee y en los bastones de golf. Pudo haberse estructurado, pero prefirió centrarse en el rendimiento de su actividad aeróbica.

De alguna u otra forma, todos podemos estar expuestos a circunstancias similares. Los puestos de alta autoridad deben ser especialmente ágiles, sensibles y creativos para evaluar con precisión las circunstancias de su entorno, y desarrollar mecanismos que logren dotar de estructura y funcionalidad. Parte de la naturaleza humana es desarrollar filias y fobias ante distintos ámbitos de nuestras vidas. Es natural que independientemente del nivel jerárquico, existan funciones dentro de nuestras responsabilidades cuya naturaleza encontremos poco placentera. La diferencia entre el profesional y el aspiracional es que el primero está consciente de ello, y logra desprenderse de las emociones inútiles al momento de ejecutar dichos compromisos, y reservándolas para circunstancias más oportunas. El ejecutivo realmente capaz puede ir todavía más allá, logrando aprovechar la coyuntura para generar cambios favorables, ya sea para modificar la actividad y llevarla a un ámbito más agradable, o incluso para lograr prescindir de ella.